martes, 4 de septiembre de 2012

Sustancias químicas

La cafeína forma parte del café, el té y el cacao, y es un estimulante del sistema nervioso, al ocupar el lugar de la adenosina, que tiene el efecto contrario sobre el mismo. La cafeína aumenta el ritmo cardiaco, hace que se estrechen algunos vasos sanguíneos y contrae ciertos músculos con más facilidad. Más de 60 especies vegetales producen cafeína, pues las protege de los insectos. La planta de la cual toma el nombre es originaria de Etiopía y ha sido cultivada allí durante miles de años. Llegó a Europa hacia 1600. El té tiene una tradición más larga, se sabe que se consumía en China hacia el año 2500 a. C. Alcanzó nuestro continente en el siglo XVII gracias al puesto comercial portugués en Macao. En la Inglaterra del siglo XVIII, el té reemplazó a la tradicional cerveza ale como bebida nacional. En la Coca-Cola, el extracto de cola que llevaba la primera receta, allá por 1887, se sacó de la lista y se sustituyó por unos 40 mg de cafeína, la misma que hay en un taza de té. A nivel mundial se consumen unos 60 miligramos por persona y día. Esto hace un total de de cafeína cristalizada de 120.000 toneladas anuales. Para matar a un adulto harían falta 10 gramos de cafeína.

A finales de 1927, Alexander Fleming estaba interesado en los estafilococos. A su vez, John Freeman, un alergólogo del St Mary's Hospital donde trabajaba Fleming, investigaba las alergias provocadas por mohos. En su laboratorio, situado justo encima del de Fleming, había aislado el Penicillium notatum. Un cúmulo de casualidades, desde tener las puertas abiertas de los laboratorios por culpa del calor hasta que Fleming era un poco descuidado con la limpieza, hizo que en septiembre de 1928 el británico descubriera cómo la colonia de estafilococos se descomponía en contacto con el moho. En 1939, un grupo de científicos de la Universidad de Oxford se dispuso a buscar un método para obtener un extracto puro de penicilina. Dos años más tarde, realizaron el primer ensayo clínico. Los dos primeros pacientes murieron, pero el tercero, un chico de 15 años, se curó. Comparada con otros medicamentos de la época, la penicilina poseía grandes virtudes: podía aplicarse directamente a los tejidos humanos, era un potente inhibidor bacteriano y servía contra muchos microorganismos infecciosos. Durante la II Guerra Mundial miles de científicos en 39 laboratorios de EE.UU. y Gran Bretaña trabajaron para descubrir su estructura química, algo que se consiguió en 1946 y que, gracias a ello, pudo sintetizarse en el laboratorio en 1957.

El mecanimso químico para evitar el embarazo no deseado es proveer a la mujer de una fuente externa de progesterona, supresora de la ovulación. A mediados del siglo XX, esta hormona -una valiosa aliada para tratar los desórdenes menstruales y prevenir abortos-, era de fabricación laboriosa y cara. Pero en los años 40 entró en juego el químico de la Universidad de Pensilvania Russell Marker. Experto en esteroides, era consciente de que podía utilizarlos para obtener progesterona en grandes cantidades, y también sabía que en el mundo vegetal había sustancias que la contenían, como cierta batata silvestre de México. Tras una expedición agrícola por la jungla del sur del país, Marker recolectó 10 toneladas de este tubérculo, y aisló de él los esteroides. Luego convenció a dos empresarios mexicanos para crear una compañía, (Que se llamó Sintex.) que produjera la progesterona. En 1949, Sintex pidió al austríaco Cari Djerassi que sintetizara un compuesto parecido a la progesterona para ser administrado por vía oral. Hasta ese momento, las mujeres que querían impedir abortos espontáneos debían inyectarse grandes dosis de esta hormona. En 1951 Djerassi, el cubano George Rosenkranz y el mexicano Luis Ernesto Miramontes Cárdenas descubrieron esa sustancia, con un carbono menos en su estructura y más potente que la hormona natural: la noretindrona o 19-noretisterona. Desde su comercialización en los 60, se encuentra en casi la mitad de los anticonceptivos orales.

En 1869 el fabricante de bolas de billar Phelan & Collander ofreció un premio de 10.000 dólares a quien encontrase un sustituto del marfil. El mercado estaba llevando a los elefantes al borde de la extinción. Solo Inglaterra importaba medio millón de kilos al año. Si un colmillo pesa 30 kilos, cubrir las necesidades anuales inglesas exigía exterminar a más de 8.300 animales. La oferta llamó la atención de un par de impresores de Nueva York, los hermanos John e Isaiah Hyatt. Tras muchos fracasos, descubrieron que si mezclaban nitrato de celulosa con alcanfor, se obtenía un material indistinguible del marfil original. Fácil de modelar, duro y resistente al agua, a aceites y a ácidos, fue bautizado como celuloide por Isaiah en 1870. Se trataba del primer material termoplástico de la historia. Ese año George Eastman utilizó todos sus ahorros para revolucionar la fotografía. Su idea era obtener una tira de un material flexible, transparente y no inflamable que fuera la base inerte perfecta para los productos químicos fotográficos, y lo encontró en el celuloide. En 1888, Eastman sacó al mercado una máquina que se podía sostener con una sola mano, la Kodak. El nitrato de celulosa nació como un explosivo en 1846, cuando un profesor de la Universidad de Basilea, Christian Schónbein, experimentaba con ácido nítrico, algodón hidrófilo y ácido sulfúrico. Denominado algodón pólvora, se usó, mezclado con éter, como antiséptico e impermeabilizante para gorros de piel, y al combinarlo con alcanfor, calentarlo y retorcerlo, se convirtió en el celuloide de los Hyatt.

En 1853, un joven de 15 años, William Henry Perkin, entraba en el Real Colegio de Química londinense. A los 18 se convirtió en ayudante del famoso químico alemán August Wilhelm von Hofmann. A este le fascinaban los derivados químicos del alquitrán de hulla, una sustancia negra y pegajosa utilizada para tratar las traviesas del ferrocarril. Un día de 1856 se preguntó si podría obtenerse la quinina a partir de alguno de los derivados del alquitrán. Entonces Perkin decidió emplear las vacaciones de Semana Santa para buscar una forma de producir este antipalúdico en el laboratorio de su casa. Fracasó, pero, al usar la anilina, sus avispados ojos descubrieron algo muy curioso: el frasco donde había estado trabajando, lleno de una sustancia negra, teñía el agua de morado. Siguiendo el consejo de un amigo, envió una muestra de su colorante a la empresa textil escocesa Pullars. La respuesta fue que servía para la seda pero no para el algodón. Perkin decidió patentar su descubrimiento y con los ahorros de su padre y de su hermano lo convirtió en un proceso industrial. El nuevo tinte, la púrpura de anilina, recibió el nombre de malva, pues recordaba al color de los pétalos de esta planta silvestre. Aunque ya existían otros tintes sintéticos, como el púrpura francés, que se obtiene a través de la reacción del ácido úrico con el ácido nítrico, el principal logro de Perkin fue convertir un procedimiento de laboratorio en industrial. Y todo con 18 años, con poco conocimiento de la industria del tinte y sin ninguna experiencia en producción química a gran escala. Su éxito espoleó el desarrollo industrial de la química orgánica, pero no en Inglaterra, ni siquiera en el país de la moda, Francia, sino en Alemania. Así nacieron Badische Anilin und Soda Fabrik (BASF), Hoechst y Bayer, que a finales del XIX controlaban el 90% del mercado mundial de tintes sintéticos y lideraban la industria de la química orgánica, productora de antibióticos, perfumes, pesticidas...

El azucar está formado por sucrosa o sacarosa. Es una molécula pequeña y su presencia en la caña de azúcar, Saccharum officinarum, que se cree originaria del Pacífico Sur, provocó la mayor explotación del hombre por el hombre de la historia. Los europeos, deseosos de romper el monopolio de Oriente Medio, empezaron a cultivar intensivamente la caña de azúcar en Brasil y todas las Indias Occidentales, lo que exigía mucha mano de obra. Ni los nativos, diezmados por las epidemias importadas de Europa, ni los europeos contratados cubrían las necesidades laborales. Así que los colonos del Nuevo Mundo volvieron sus ojos hacia África, y acometieron una política de secuestros masivos de africanos. Es difícil establecer un número exacto, pero se cree que alrededor de 50 millones fueron llevados a las Américas en tres siglos y medio. No se incluyen los muertos en las batidas a los poblados, ni los que murieron en el camino a las costas de Guinea o en los barcos. En el viaje de vuelta, los barcos de esclavos se cargaban con azúcar, tabaco, algodón y ron. Un comercio muy rentable, sobre todo para Gran Bretaña. A finales del XVIII, los negocios ingleses en América producían más ganancias que su comercio con el resto del mundo.

A mediados del siglo XIX no era una buena idea ingresar en un hospital, un lugar donde lo más seguro es que las sábanas fueran del paciente anterior... y hubiera muerto en ellas. ¡Y qué decir de las operaciones quirúrgicas! La limpieza ni se mentaba, pues la mayoría de los médicos eran partidarios de la teoría del miasma, la fermentación de la sangre en los cortes infectados producía unos gases venenosos que se extendían por la habitación hasta envenenar a otro paciente. Joseph Lister era de los pocos que no se la creía. Había leído la teoría de los gérmenes de Pasteur, de cómo se acababa con ellos hirviéndolos. Cocer a los pacientes no era factible, luego Lister buscó otra forma de eliminar los microbios. Se fijó en el ácido carbólico, ya probado para tratar la infecciones quirúrgicas sin mucho éxito. Lister perseveró y usó su método en un chico de once años que llegó con una fractura múltiple a la Enfermería Real de Glasgow donde trabajaba. Las roturas simples se podían recomponer sin cirugía, pero las múltiples (Con trozos de hueso perforando la piel.) eran campo abonado para las infecciones. Lister limpió la zona con gasas empapadas en ácido carbólico y luego la cubrió con una delgada lámina de metal doblada sobre la pierna, para impedir su evaporación. La infección no apareció. El ácido carbólico usado por Lister se obtenía destilando el alquitrán de hulla entre 170 y 230 °C. Oscuro y de profundo olor, quemaba en la piel. Con el tiempo Lister aisló el principal constituyente del ácido carbólico, el fenol, y preparó su cataplasma de masilla carbólica, una mezcla de fenol con aceite de linaza y caliza en polvo. Colocada esta pasta sobre la herida proporcionaba una barrera contra las baterías. Además, usaba una solución muy diluida de fenol para lavar la herida, los instrumentos quirúrgicos y las manos del cirujano. El fenol, tóxico incluso en soluciones diluidas, fue el primer antiséptico de la historia.

En 1495, Cristóbal Colón vio a los nativos de La Española jugando con pelotas de goma que botaban muy alto. No pasaron de ser una mera curiosidad, pues en España se volvían pegajosas y malolientes en verano y duras y quebradizas en invierno. Solo Joseph Priestley, descubridor del oxígeno, se dio cuenta en 1770 de que un trozo de caoutchouc borraba del papel los trazos de un lápiz. El caucho es un polímero, una molécula compuesta de otras más pequeñas engarzadas entre sí. En este caso, la molécula base es el isopreno, cuya fórmula química fue determinada por Faraday en 1826. Ocho años después, un inventor con mala visión para los negocios, Charles Goodyear, decidió encontrar una manera de resolver la sensibilidad térmica del caucho. Un día del invierno de 1839, en un arrebato, arrojó a la estufa la última mezcla obtenida, un revoltijo de caucho, azufre y blanco de plomo. La cosa se endureció, y demostró al hombre frustrado ser resistente al calor y al frío. Había descubierto la vulcanización. Esto disparó el interés mundial por el caucho. A pesar de que muchos árboles producen sustancias similares, la selva amazónica posee el monopolio de las especies de Hevea, que produce el mejor caucho natural. El negocio del caucho lanzó a la estratosfera económica a la ciudad brasileña de Manaos. El periodo entre los años 1890 y 1920 fue un ejemplo de despilfarro económico y disparate suntuario. Pero sus días de esplendor estaban contados, pues en 1876 llegaron al Real Jardín Botánico de Kew, en Londres, semillas de Hevea. Un intensivo programa de investigación permitió optimizar su cultivo y cubrir de plantones el sur asiático. En 1907, los británicos habían plantado 10 millones de árboles del caucho en sus colonias de Malasia y Ceilán. Durante años, se intentó sintetizar en el laboratorio. Las empresas alemanas obtuvieron varios compuestos, pero el que mejor resultado dio fue la goma de estireno-butadieno (SBR) en 1930. Con la II Guerra Mundial, la industria química americana se movilizó. Si en 1941 la producción de caucho sintético era de 8.000 toneladas, en 1945 esa cifra se multiplicó por 100.

"Muy interesante" Marzo 2012

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